Antonio “Baltasar”o cómo convertir un solar con jaramagos en un gran restaurante

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Antonio

2013

El creador de “Los Baltazares”, ya jubilado, delega ahora en sus hijos, aunque no deja de ir ni un solo día

Pasea, como otro anciano más, por el parque, adonde le gusta ir para echar de comer a los pájaros. La vida de Antonio Fernández Avecilla es ahora más sosegada, desde que se jubiló en 2001. La suya es una bella historia de superación y emprendimiento: de cómo un niño de siete años que vendía cupones acabó levantando un restaurante que va camino de convertirse en referencia en Andalucía. Entre una cosa y otra, miles de horas robadas al reloj para, junto a su esposa Carmelita, sacar adelante a sus seis hijos.

Nacido en Arahal en 1936 en el seno de una humilde familia, Antonio es uno de los cinco hijos que sobrevivieron de los 14 a los que dio a luz su madre. Pasaban hambre. Con siete años vendía cupones, con nueve cuidaba vacas en el campo y con 14 trabajaba en una gasolinera. En 1964 se casó con su paisana Carmen Vera y poco después entró como operario en Uralita.  Para estar más cerca de la fábrica, el matrimonio se trasladó a vivir a Torreblanca (donde construyeron  una casa) y, en 1968, a Dos Hermanas. Gracias a la intercesión de la familia Carvajal (donde Carmen trabajaba de tata) se fueron a una casa de vecinos junto al Cine Rocío y, más tarde, tras vender la  casa de Torreblanca, adquieren por 200.000 pesetas un piso en la nueva barriada de Juan Sebastián Elcano. En una moto, después en un Seíta, y más tarde en un 127, Antonio iba a trabajar todos los días a Bellavista.

Pero empiezan a llegar los hijos (pasaron de dos a cinco en dos años, incluyendo dos mellizos), el sueldo no llegaba y comenzó a vender marisco congelado a bares y restaurantes, actividad de la que fue pionero en Dos Hermanas. Metía las gambas en los congeladores de los vecinos. En su piso no cabía todo.

En 1982 da el gran paso de su vida: acepta una indemnización de Uralita y, con el dinero del despido, compra un local en Elcano e instala un bar. Era pequeño (cabían apenas cuatro mesas) pero siempre estaba lleno de clientes. Le puso de nombre “Baltasar”, el apodo de su abuelo. Su forma de ser (respetuoso, pero guasón y cercano), la calidad del café y una excelente cocina (dirigida por su esposa) hicieron el resto. El negocio marchaba tan bien que, en 1988, compra en la Avenida Cristóbal Colón un solar de 500 metros que cerca con ladrillos. Con la ayuda de sus tres hijos varones (Antonio, Juan Carlos y Javier), esa primavera lo limpian de jaramagos, colocan una barra de 14 metros y abren su primera terraza de verano. Fue un éxito. Las tapas de cabrillas con tomate volaron durante varias temporadas.

El paso definitivo para la creación de “Los Baltazares”, el restaurante que hoy conocemos, fue convertir esa terraza de verano en un local abierto todo el año. El primitivo “Bar Baltasar” de Elcano se dejó alquilado y la familia Fernández se volcó en el nuevo proyecto, que desde entonces ha experimentado varias reformas. Una anécdota: cuando encargaron el cartel con el nombre, nadie cayó en que se había puesto una zeta (equivocada) en “Baltazares”. Tres años después, alguien se lo hizo ver y decidieron dejarlo así e incluso incluir la errata en el logo, que es “BZ”.

Hoy “Los Baltazares” es un reconocido restaurante, donde la gente va a disfrutar de  buenos platos y de su original coctelería, en un ambiente distendido y elegante. Antonio, ya jubilado, ha delegado el negocio en sus hijos (herederos de su carácter emprendedor), pero no hay un día que no aparezca por allí, a echar una mano. Es así de buena gente.

Carmelita: su gran pilar, su gran secreto

Antonio

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Antonio (con gafas) cuando trabajaba en la gasolinera y, con su esposa Carmen, en el primitivo “Bar Baltasar”.

Carmelita Vera, la esposa de Antonio y madre de sus seis hijos, es el verdadero pilar de esta familia. Abnegada trabajadora, su gran secreto no es otro que su talento y delicadeza en los fogones. “Cuando me casé, no sabía cocinar”, nos reconoce. Pero poco a poco, preguntando por aquí y por allí a las mujeres de Dos Hermanas, empezó a darle su toque personal a los guisos y los convirtió en el gran reclamo del primitivo “Bar Baltasar”: las tapas de bacalao con tomate, y los riñones al jerez eran consumidas por los clientes hasta en los techos de los coches, en las aceras frente al bar. “En la terraza de verano vendía 100 kilos de cabrillas a la semana”, recuerda. Una barbaridad. “Mi madre”, dice Javier, uno de sus hijos, “es capaz de oler un guiso y saber qué ingredientes lleva”.

Una tostá y una soleá con “El Palanca”

Además de su familia, la otra gran pasión de Antonio es el flamenco. Su primer bar, en Juan Sebastián Elcano, fue lugar de reunión de personajes como Azuquita, Enrique Cabeza, Nicanor, El Colorao… A eso de las once de la noche, se cerraban las puertas… y empezaba el cante. Antonio sorprende, todavía a su edad, cuando se arranca por soleás. Por “La Chunga” canta como nadie.

Cuenta que una vez, en una venta de Cazalla (propiedad del famoso cantaor José “El Palanca”), estaba canturreando por soleás cuando su dueño, que dormía la siesta, se levantó, sorprendido, y preguntó quién cantaba. Y le dijo a Antonio: “Tú y yo ahora nos vamos a comer una tostá y vamos a cantar juntos”. Y así ocurrió. En la foto, Antonio, hace unos días, con el bailaor Farruquito, con cuyo abuelo (Antonio Montoya “El Farruco”) hizo el servicio militar en Melilla.

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