Belintón: un bar sin letrero en el paraero de los carros

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Belintón
Clientela del Bar Belintón, del que se aprecian las vigas del techo. Tras la barra aparece Manuel García Farfán, cuyo apodo daba nombre al bar.

1967

El Bar Belintón tenía siete barriles de vino colocados en la parte interior de la barra. No se servían comidas: solo vino, cerveza y aguardiente

No hay cartel ni letrero que lo anuncie. Si alguien caminara desde “el paraero de los carros”, por la acera derecha, buscando El Palmarillo, delatarían su existencia algunas bicicletas apoyadas en la pared exterior. Una de ellas yace tirada junto a las ruedas de un Citroen “dos caballos” de color gris, que pertenece al arrendatario del local. El bar está en la misma avenida, entre el taller de Quintano y el almacén de aceitunas. Aunque no rece ningún nombre en su fachada, todos en Dos Hermanas lo conocen por el Bar Belintón. Es 1967.

Se percibe desde fuera un rumor de voces masculinas, gente que ríe y que, a voces, se llama por sus apodos de un extremo al otro de la barra. Recibe al visitante un olor peculiar: flota en el aire el sudor seco del que ha llegado de echar la jornada en el campo, mezclado con el aroma de la madera empapada del vino de los bocoyes. 

Delante de uno de ellos, el que ayer rellenó con vino de Almendralejo, Manuel García Farfán, “El Belintón”, ha abierto el grifo y ha llenado una botella de cristal. La sirve junto a dos vasos y un platito de altramuces. Hoy no da abasto. El negocio está muy concurrido a esta hora del mediodía. Un grupo de toneleros le reclama desde la otra esquina de la barra, donde retira la última ronda de botellines y coloca otra. “Dime cuánto es la multa, Manuel”, le dice ahora otro parroquiano. Coge la tiza gastada de detrás de su oreja y sin dudar hace la cuenta sobre la barra. “Cuarenta pesetas, Juan”, dice, y acto seguido borra los números con una bayeta húmeda. Juan le suelta ocho duros con la cara de perfil de Franco. 

Menos mal que hoy no está solo. De los veladores del fondo, donde se juega al dominó y se jalean los triunfos con estrépito, regresa, cargada de vasos sucios, María, su segunda mujer. Se casó con ella tras enviudar. Si alguien en la calle Patomás, donde vive el matrimonio, preguntara por María López Pedrosa, nadie sabría dar señas de ella. Solo en su pueblo natal, Los Corrales, la conocían por su nombre completo. También en la fábrica de yute, donde trabajó de soltera. Pero hace años que María es “La Belintona”. Una vez, de novios, le preguntó a Manuel por el origen del apodo y ni él mismo se acordaba. 

Tras María, que se ha puesto a limpiar vasos, aparece una linda niña de cinco años. Es Pili, la tercera de sus cuatro vástagos. Los otros dos son Mari Carmen (la mayor), Antonio y Antonia. “Anda, Pili, ve al patio y te traes lo que veas”, le dice con dulzura la madre. Y la niña, a la que le gusta jugar a ser camarera, sale por la puerta del fondo hasta el patio, donde Rafael, un chófer de Los Amarillos, está maldiciendo con un sonoro taco porque ha lanzado una ficha a una rana de hierro y no ha acertado a colarla por la boca. La niña recoge la ficha del suelo y se la entrega de nuevo al hombre, que le revuelve el pelo. “¡Rafael, como seas conduciendo igual de malo que con el rano, no me monto más contigo en el autobús!”, le dice uno a su lado mientras todos estallan en carcajadas. Y la niña vuelve a la barra, donde sus padres se miran, pregúntandose sin palabras si hoy podrán irse a casa a descansar un rato.